Las 101 mejores películas de la historia
Gran encuesta de Con-Fabulación entre 2.120 artistas, intelectuales
y cinéfilos del mundo
1. Tiempos Modernos (Charles Chaplin): 317 votos
2. Ciudadano Kane (Orson Welles): 298
3. Ladrón de bicicletas (Vitorio De Sica): 255
4. Ocho y medio (Federico Fellini): 227
5. Novecento (Bernardo Bertolucci): 208
6. El acorazado Potemkin (Serguei Eisenstein): 206
7. La naranja mecánica (Stanley Kubrick): 199
8. Séptimo sello (Ingmar Bergman): 195
9. Quimera del oro (Charles Chaplin): 189
10. 2001, Odisea del espacio (Stanley Kubrick): 184
11. Blade runner (Ridley Scott): 181
12. Rashomon (Akira Kurosawa): 172
13. Los 400 golpes (François Truffaut): 164
14. El Fantasma de la libertad (Luis Buñuel): 157
15. El Padrino (Francis Ford Coppola): 152
16. Casablanca (Michael Curtiz): 151
17. El pasajero (Michelangelo Antonioni): 146
18. La Strada (Federico Fellini): 141
19. El último tango en París (Bernardo Bertolucci): 138
20. Fresas salvajes (Ingmar Bergman): 136
21. Psicosis (Alfred Hitchcock): 131
22. Solaris (Andrei Tarkovski): 122
23. Érase una vez en América (Sergio Leone): 119
24. Gritos y susurros (Ingmar Bergman): 118
25. Los pájaros (Alfred Hitchcock): 114
26. Blow up (Michelangelo Antonioni): 113
27. Metrópolis (Fritz Lang): 110
28. El inquilino (Roman Polanski): 109
29. Aguirre la ira de dios (Werner Herzog): 108
30. Teorema (Pier Paolo Pasolini): 108
31. Sin aliento (Jean Luc Godard): 107
32. Los infantes del paraíso (Marcel Carné): 106
33. Portero de noche (Liliana Cavani): 105
34. Trilogía de los colores (Krzysztof Kieslowski): 105
35. Midnight Cowboy (John Schelsinger): 104
36. El discreto encanto de la burguesía (Luis Buñuel): 103
37. Trilogía de Apu (Satyajit Ray): 102
38. Ordet: La palabra (Carl Dreyer): 102
39. Gatopardo (Luchino Visconti): 101
40. Nosferatu (F.W. Murnau): 101
41. La pared (Alan Parker): 101
42. Amarcord (Federico Fellini): 100
43. Luces de la ciudad (Charles Chaplin): 99
44. El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima): 98
45. El ángel exterminador (Luis Buñuel): 98
46. La luna (Bernardo Bertolucci): 97
47. La gran ilusión (Renoir): 96
48. Los duelistas (Ridley Scott): 95
49. Machuca (Andrés Wood): 94
50. Betty Blue (Jean Jacques Beineix): 94
51. Roma, ciudad abierta (Roberto Rosellini): 93
52. El baile (Ettore Scola): 93
53. La vida es bella (Roberto Benigni): 92
54. Fitzcarraldo (Werner Herzog): 90
55. Cantando bajo la lluvia (Donen y Kelly): 90
56. Pulp Fiction (Quentin Tarantino): 89
57. Lo que el viento se llevó (Víctor Fleming): 88
58. Manhattan (Woody Allen): 87
59. Crash (David Cronenberg): 86
60. Apocalypse now (Francis Ford Coppola): 85
61. Sunset Boulevard (Billy Wilder): 84
62. Intolerancia (David Griffith): 83
63. Mago de Oz (Víctor Fleming): 82
64. If (Lindsay Anderson): 81
65. Ser o no ser (Ernst Lubitsch): 80
66. Siete bellezas (Lina Wertmüller): 79
67. Los rapaces (Erich Von Stroheim): 78
68. Brazil (Terry Gilliam): 78
69. La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda): 78
70. Sur (Fernando Solanas): 77
71. Hombre muerto (Jim Jarmush): 76
72. El año pasado en Marienbad (Alain Resnais): 75
73. El Decamerón (Pier Paolo Pasolini): 74
74. La diligencia (John Ford): 74
75. El ansia (Tony Scott): 73
76. Con faldas y a lo loco (Wilder) 72
77. El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene): 71
78. Trenes rigurosamente vigilados (Jiri Menzel): 71
79. El sirviente (Joseph Losey): 70
80. Kagemusha (Akira Kurosawa): 69
81. El matrimonio de María Braun (Rainer W. Fasbinder): 68
82. La mirada de Ulises (Theo Angelopoulos): 68
83. El navegante (Buster Keaton): 67
84. Heavy metal (Gerald Potterton): 66
85. La lista de Schindler (Steven Spielberg): 65
86. Cuentos de Tokio (Yasujiro Ozu): 65
87. Pixote (Héctor Babenco): 65
88. Rompiendo las olas (Lars Von Trier): 64
89. El ángel azul (Josef Von Strenberg): 63
90. Ana y los lobos (Carlos Saura): 62
91. Salón Kitty (Tinto Brass): 61
92. El graduado (Mike Nichols): 61
93. La fiesta inolvidable (Blake Edwards): 60
94. El tambor de hojalata (Volker Schlöndorff): 59
95. Gato Fritz (Ralph Bashki): 59
96. Perros de paja (Sam Peckinpah): 58
97. El show debe seguir (Bob Fosse): 57
98. Tan lejos, tan cerca (Wim Wenders): 56
99. Nido de ratas (Elia Kazan): 55
100. Lugar sin límites (Arturo Ripstein): 54
101. Cuentos de la luna pálida (Kenji Mizoguchi): 54
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lunes, 13 de abril de 2009
viernes, 3 de abril de 2009
Consumaciones, de Julio César Arciniegas Moscoso
Por Hernando Guerra Tovar
Acceder a la poética de Julio César Arciniegas Moscoso (Rovira, Tolima, 1951), no es tarea fácil. Desde “Números hay sobre los templos” (2003) y “Abreviatura del Árbol” (Premio Nacional Casa de Poesía Porfirio Barba Jacob, 2007), el autor ha logrado entretejer un lenguaje del tal virtud, que hace de su obra una de las más interesantes de los últimos años en Colombia, en tanto la calidad de sus imágenes, la hondura, la reflexión, y esa clave, ese misterio, el intrincado manejo de los recursos estilísticos, en donde se denota un paciente trabajo de decantación, de búsqueda interior, que “obliga” al lector a una mirada atenta, con el consiguiente goce y plenitud espiritual, elementos que vindican el quehacer literario en un momento en que tantos “poetas” se pierden en el facilismo, la epidermis o la vana ostentación erudita, para no hablar de quienes confunden el ejercicio poético con el lugar de la bufonesca.
El lector honesto y comprometido, siente un renovado placer en allanar el complicado tejido de esta palabra cercana al surrealismo, caer en su precipicio de certezas, vislumbrar las raíces que pueblan de destellos y milagros la más profunda oscuridad de su silencio, independiente del resultado pragmático, es decir, sin importar que al final no se logre desentrañar el sentido o propósito de la palabra contenida en “Consumaciones”(Colección Escala de Jacob, Universidad del Valle,2008), porque de ese recorrido solitario por los predios de la grandeza de sus imágenes, de sus metáforas, surge una alegría y felicidad tan altas, que comprometen al ser integral del lector en una suerte de experiencia mágica, de realización interior, de placer profundo. La palabra poética, antes de comunicación, comporta disfrute, deleite, exaltación de los sentidos, experiencia vital. De este hallazgo, habla el poeta Arciniegas Moscoso en su poema “Hendiduras:
Encuentro la luz revelada entre las hendiduras,
bellamente construida como llave o un feudo de sol.
De las premisas en las que el poeta nos advierte que “la flor es el descuido de una ley” y que “el árbol es toda la herida del mundo finalizada la adivinación del aire”, contenidas en las dos obras anteriores, se llega a “Consumaciones”, en donde el autor nos revela esta hermosa y a la vez dolorosa imagen: “Mientras la tarde se toma el cuerpo de mi padre, / él penetra a un universo esquivo, / como un viejo ángel que no sabe de su materia”, para significar la continuidad en la temática y el tono, un camino que recorre lentamente a través de la poesía de valía ascendente, y que llega a un nivel en donde el padre, “que no conoció otro saber que la certeza de las raíces” (…) es motivo a la vez de abrazo en lo telúrico, restitución de y a la materia ignorada y consumación de un sueño en que valoración y evocación se unen en la nostalgia de la partida:
Su despedida sucedió a mitad de los caminos,
aquellos que varían entre dos hileras de árboles,
junto a la intemperie, a la cavidad del hueso,
al cuerpo avasallado, y a la amnesia
como un agua maldita.
En este libro, el poeta como sacerdote, asume una realidad dual. Los dioses lo han dotado de unas condiciones especiales que le permiten realizar su propósito de guía espiritual de los pueblos, en el mejor sentido de Höelderlin, Blake, Nerval o Tagore, reduciendo el riesgo de la caída en su andar, en la inmersión por las profundidades del ser del hombre y de las cosas, en su trasegar por la aridez del sueño humano, del desvarío, de la noche profunda que es abismo, o del ascender a cimas no reveladas, ignotas, en donde habita el fantasma de la ilusión, de la utopía arropada de fuego: “Le pusieron alas ligeras, / dos espacios abstractos, ojos abisales, / una forma de fresco abismo, / lo vistieron de abatimiento, de vientre oscuro, / de acento, de glacial y de sombra”. (…) Y, es ésta posibilidad –Arciniegas la disfruta, además, en su doble sentir de poeta y trabajador de la tierra- , la que le permite ahondar en el contenido de la historia, del rumor que deja el paso del hombre o de la bestia, con sus construcciones de templos cimentados en el horror, del silencio, de la oración que convoca los elementales de “la cal, el agua y la escoria triturada” como argamasa que fija el derrotero del hombre hacia el “embargo” de la muerte, “porque la muerte y la semilla de la flor / siempre van juntas, / desde que las hadas danzaban alrededor / de las viejas piedras, del primer mundo, el del elíxir de las fuerzas de Dios, / de la labranza, cuando los árboles tenían lengua / y contaban cosas sencillas”.
Acaso el hombre, predador multiforme, no logre detener ni detenerse en la “geografía” de su sueño avasallante, de la guerra por la guerra, y como la polilla, continúe “en la mudanza del universo y la compulsión de las tiranías”. Una palabra solidaria en la lucidez de la caída, del fragor terco, inevitable, de la miseria que conmina al desastre, al alimento de la escoria, al despojo ineludible, de las migajas arrebatadas con mano firme y alma temblorosa, surge entonces como paliativo en este devenir de espanto. El poeta sabe, y así se lo dice al lector como una posibilidad de siembra, al formular la pregunta que lleva implícita la respuesta cálida de esperanza, de cosecha, tal vez de sosiego, luego de reconocer la filiación de la tragedia en el horror de la barbarie, que sólo la poesía nos puede salvar de la consumación de la condena: “¿Sin la palabra dónde viviríamos? / ¿En las landas salvajes de los infortunados, / los perseguidos y los proscritos? / ¿En los anfiteatros donde toda rebelión es sorda? Y puntualiza con otra pregunta-afirmación todavía más elocuente, quizás más acertada que la bala que busca el blanco entre la profunda oscuridad del fuego: ¿Qué es el guerrero sino una conjunción del verbo?
Apéndices, profecías, lengua de los átomos, consumaciones. Palabras que advierten la hecatombe, palabras dirigidas a quienes fungen y detentan el más sórdido poder, el de “las monedas hijas del saqueo”, el “del borde de la revelación del agua”, el de “la soledad apostada de los genocidios”, con el deterioro acelerado de los ocasos, de la contaminación del sueño, y toda desgracia de patologías de la mal llamada modernidad del ahora, del aquí, del albañal y la cloaca:
Quién sino la guerra se detiene a ver
el viento de estas tierras que lo dan todo.
Uno jamás dimensiona las cargas que dan
caminos de sangre.
Oscuro habitante de la tierra “con la flor del sol sobre el cuello”, Arciniegas sabe de su doble propósito, de su doble condición de Poeta y Arte-sano del surco, de la siembra, de la cosecha del signo como fruto. “Ella, (la tierra) lo sustrae del escándalo de la sed, padeciendo el milagro de la esperanza y no el riesgo de la renuncia”. Entonces el signo, el acento, el invierno, la alzada, la sed, la montaña, el aroma y la aldea, se conjugan en la posibilidad del asombro, en la parcela infinita de las visiones, en el compromiso ineludible con el hombre: “algo fundado entre dos orillas permanece” y es que entre el monótono zumbido de dos moscas que oscilan de derecha a izquierda sobre el eje de un centro siempre evasivo, descreído del paraíso contaminado por los instintos de la sangre, del “riguroso infierno”, en la algarabía de las religiones y sus dogmas, de las leyes del cambio esputando miseria y bala, en la “tortura flagelante” de fieles y paganos, de civiles alelados, Arciniegas es consciente de su lealtad a la palabra poética, rara fidelidad aun la certeza de un cielo negado, de las puertas cerradas, de las mentiras del tiempo, de los fundamentalismos, de las lecturas ajadas, del símbolo y el signo de ideologías venidas a menos, de las confesiones en la fría noche de los desvelos del espíritu, para establecer la dura o feliz confirmación de su estado incólume: “Sólo pudieron salvarme los iluminadores incendios de mis consumaciones”.
Si “lo bello es gozo para siempre” (John Keats), Julio César Arciniegas Moscoso canta desde ya a la posteridad intacta, en la belleza de su amada, de su poética y de su aldea; las tres fundidas en el hechizo del poema:
No estoy seguro si la belleza se escribe
pero a través de mis letras se cumplen tus formas,
los humos de tu voz, la gracia de tu acento,
el extraño equilibrio de tus pies desnudos.
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