lunes, 11 de enero de 2010

La canción de los cuervos blancos, de Andrés Matías


Por Hernando Guerra Tovar


Andrés Matías (Armenia, Colombia, 1978) es un poeta que se solaza en los predios de la palabra oscura de un malditismo a ultranza. Iconoclasta e irreverente, convoca en su decir poético las fuerzas del mal desde la más profunda interioridad, a manera de proyección, catarsis o conjuro, a partir del simbolismo de Poe, Baudelaire, Rimbaud, Verlaine; en la demencia y precocidad de Lautréaumont; o en la vanguardia de un Vallejo enfermo de la patología lluviosa de Dios.

En un momento de la modernidad en que los poetas enmascaran el sentimiento, Matías irrumpe expresando su sentir sin concesiones ni recatos, al contario, dejando ver su desagrado, su disgusto existencial de manera tajante, gozando en su provocación de vuelo y caída, como lo anuncia el narrador colombiano Roberto Burgos Cantor: “Es probable que Andrés Matías, contestatario de convicción, publique ahora sus poemas como quien arroja pequeñas esferas de cristal en el escenario. Las arroja no con la intención traviesa de hacer caer a quienes las pisan. Las arroja con la esperanza rabiosa de que quien no quiera estrellarse contra el suelo mueva los brazos y aprenda a volar”

La canción de los cuervos blancos (Editorial Cubik, Buenos Aires Argentina, 2008), contiene treinta y siete textos de factura encomiable, en donde lo culto se enlaza con el más profundo sentimiento de desnudez y desamparo, de delirio y revelación, de apostasía y silencio. Andrés Matías es, en este sentido, un rebelde con causa, un anarquista que recorre Colombia y Suramérica con su figura esbelta y su mirada crítica, percibiendo de manera atenta y disgustada las banalidades y bajezas del medio que le correspondió en desgracia, en una región del mundo que se debate entre la ignorancia, la barbarie y la más abyecta corrupción. La metáfora del cuervo blanco es así una bella ironía posmoderna, neodecadentista y neorromántica, en un espíritu independiente, que no deja de estremecerse, no obstante, ante el sentimiento amoroso: “Tu ojo sobre el mío es una flor.” O, “El beso sin amor sabe a boca.”

Un delirante juego cromático, una sinestesia recurrente, un sentimiento de orfandad y miseria, un percibir etéreo, evanescente, un discurrir de música que se pudre entre el vaho y el moho de la muerte, un grito en el medio de la noche del cuervo blanco como “ataúd de fuego”, un milagro oscuro entre la luz, un cadáver de flor y miel y mucho más, es la palabra de este poeta visionario del abismo, de la pérdida, del holocausto del principio antes del fin, del pecado vegetal del conocimiento, de la sinrazón del ser, de la ebria lucidez de la caída.

Pero este hacer iconoclasta no aparta al poeta de la responsabilidad de un lenguaje depurado, como tampoco le impide la elaboración de una palabra compleja, que aborda el misterio propio de la poesía, sin el cual caería en el panfleto o en el simple discurso político o moral, nada más ajeno al propósito del autor, quien se adentra en los territorios de la lírica intimista y sugestiva, de dolorosa tiniebla: “Nunca tuve infancia, nací enfermo; ni un cielo raso para tutelar mis redes, ni un dátil de mieles gratas, ni un vaso de agua sin barro de Galilea, no tengo nada, sólo esta palabra que ahúma en los arenques de las costas del pacífico y que juega con los niños y los perros y que como ellos sabe perseguir la lluvia;” (…)

La sinestesia como recurso simbólico es en Matías la herramienta a través de la cual logra expresar su vuelo cromático, su transgresión y transmutación del sentido lingüístico, la polifonía necesaria de esta palabra que se adentra en las simas del ser y del decir, en ese lugar del verbo que linda con el silencio: ¿”De qué color es el sonido de la lluvia en el bosque de los cuervos blancos? Esta imagen contiene un uni-verso de matices, fracturas y dislocaciones que deleitan y sumergen al lector en variadas y ricas ondulaciones meditativas. La lluvia como elemento de misterio. Acaso podamos explicar, de manera razonable, científica, el fenómeno de la lluvia, pero aquí, y en ello consiste precisamente el milagro de la poesía, el autor funda un nuevo territorio de aprehensiones, de sutilezas y variables, de ensimismadas formulaciones. El color, el sonido, la lluvia, el bosque, el cuervo, lo blanco. El cuervo, que por naturaleza es negro, en la poética de Matías es blanco y habita en un bosque donde la lluvia debe tener un color singular. ¿Cuál es ese color? Trakl, desde su expresionismo, nos dijo, de manera tajante, que “Oscuro es el canto de la lluvia.” Pero, a diferencia del poeta de “Revelación y caída”, la lluvia de Matías está circuida al territorio del cuervo blanco, lo que presupone un color ideal. Esta meditación poética conlleva una nueva imagen de la luz, donde tánatos aparece como protagonista: “Una luz de muerte es la lluvia en el bosque de los cuervos blancos,” (…)

La misión del poeta es nombrar, fundar el verbo en la nada del vacío, en la brecha que existe entre una imagen y la otra. Ahí, en ese espacio cubierto de maleza, crece una flor que el poeta cuida y riega cada noche. Es la flor del silencio que viene de la piedra, que se nutre de la piedra donde habita el olvido. En la obra de Matías hay muchas flores como blanco, como ausencia, como herida en la pupila del amanecer. La función del poeta es nombrar esa flor para que nazca la palabra y se haga la luz. El propósito del poeta es reinventar el mundo, hacerlo tangible, mirable, aprehensible, sonoro, y ello sólo se logra a través del silencio: “Si un día te levantas con la pupila herida / deja que en su luz muera tu última flor. / Al comienzo leerás: todo es obscuro / como esas tardes que usan los domingos. / Luego oirás crecer dentro de ti / el silencio.

La flor, la pupila, el olvido, la mirada, lo oscuro, la luna, el agua: itinerarios del sueño del poeta antes que el cuervo “perdiera la guerra contra el sol.” Caminos recorridos desde la inocencia de toda la blancura. Génesis del poeta antes de la tiniebla, cuando era un cuervo, sólo un cuervo más en los azules jardines del deseo. El blanco y el silencio son en este poemario uno y lo mismo. El poeta, cuervo redimido de la noche, recorre Suramérica, acaso buscando el pliegue de sus alas negras, tal vez evocando “las blancas colinas del silencio.” El cuervo exiliado de la luz entre lo blanco, “hasta el rojo y negro del pecado de Adán.” Diáspora eterna de todas las culturas del hombre, aun lo blanco, no obstante su inocencia. Porque la culpa habita en su pupila desde la misma madrugada de la partida al “crepúsculo incendiado en la soledad de Itaca.” Ahora el poeta, cuervo desplazado del bosque de la lluvia de plata, es un intruso, un advenedizo en su propio jardín. ¿Quién arrancó su flor, quién su milagro?

Andrés Matías es, al lado de Hellman Pardo, uno de los más altos nombres en la reciente poesía colombiana, y al decir de su editora Marion Barcia Zubillaga, una de las voces más importantes de la nueva poesía hispanoamericana. Celebro este libro esencial que restaura la trinidad de la alta palabra: El silencio. El blanco. La luz.

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